Por Favio Chalco
Almorzaba. La cuchara se me
cayó y aunque estaba en un restaurante, no pude evitar gritar: jueputa qué
cuento tan bueno.
Lo había leído unas horas
antes. Me gustó. Al parecer nada del otro mundo: un viejo recién jubilado se
sube a un tren, lucha por un asiento y cuando lo consigue ve un billete de mil.
Sucede en Argentina. Acá sería como ver un papel como moradito con la cara de
Jorge Isaacs. Así pues, reclama el tesoro ocultándolo con el pie. El viaje se
sucede y el viejo empieza a creer que los pasajeros más cercanos, un niño, un
joven y uno más viejo que él, se dieron cuenta de su “hallazgo” Llega su
estación y ante las miradas atentas no se baja, pues no puede llevarse su
tesoro. Piensa, más o menos, que si es necesario se irá hasta el mismísimo
infierno.
A simple vista, un cuento
normal. Nada para que se te caiga la cuchara ni mucho menos para que comiences
a decir madrazos y a hablar solo en mitad de un restaurante. Pero algo más
pasó, la teoría del iceberg emergió majestuosa y ciertos detalles que
desperdigó en el lugar exacto el autor, se unieron en mi cabeza, como un
puzzle, para descubrir la otra historia, la que está oculta bajo los silencios
y las aparentes nimiedades.
Esa vez aprendí que en el
arte, nada está por azar. Todo busca causar un efecto, así actúe en el
inconsciente. El cuento se llama Billete
de mil y el escritor es Guillermo Martínez. Y para no hacer tanto spoiler y que se animen a devorarlo,
les dejo este otro trozo: el viejo y sus compañeros de viaje están emparentados
estrechamente, de una forma no esperada. Y el tren, tal vez no sea un tren. Y
lo mejor de todo, no te lo cuentan directamente nunca, lo descubres tú. O
bueno, si no estás atento, no lo descubres.
También desde esa vez, cada
que abro un libro, voy a teatro, o veo una peli, intento levantar la cortina,
ver qué hay más allá. Qué cosas los creadores pusieron para descubrir.
Algo así me sucedió en Claver. La obra que se presentó en la
sala de teatro Univalle. En ella, se resume la vida de Pedro Claver, sacerdote
Jesuita, que a su manera, luchó por los derechos de los esclavos negros en
Cartagena de indias.
Para Pedro Claver eran dos
los caminos que con más fuerza se dibujaban en su vida: el de clérigo o el de
un próspero campesino. Sí, lo dice Pedro en los soliloquios. Sí, lo dice el
ángel y también las sexys tentaciones. Sí, el padre de Pedro está a punto de
darle correa porque Pedro quiere ser cura y no un hacendado. Pero todo esto se
dice directamente. Está ahí, para ser leído inmediatamente. (No por ello deja
de ser genial la actuación.) En cambio lo que dicen unas sillas, aparentemente
nada más que decorado, lo que gritan, es lo mismo, pero sutilmente, como un
susurro constante.
Cuando salí de la obra me
preguntaron cuál había sido mi personaje favorito. No lo dudé y dije: las
sillas. Todos rieron. Pero me defendí: claro, no es un personaje, pero hablaban
de lo lindo. Fueron barco, jaula y pasarela para los esclavos, edificio para
los traficantes de negros, pozo donde cayó un niño y ventana desde donde se
veían los anchos campos de Verdú y no recuerdo qué tanto más.
Unas sillas. Puestas de
distinta forma y sobre las tablas ya no eran sillas. Cuando fueron ventana fue
la parte que más me gustó: allí convergían las dudas existenciales de Pedro
Claver. Tal vez, fue azar, espero que no. O quizá quiero ver alusiones en todas
partes y hago analogías en donde no las hay. Pero en ese momento, mientras el
padre de Pedro Claver, le decía a su hijo que si se dedicaba a la vida en el
campo sería un hombre rico, respetable y
más, el viejo hablaba desde la ventana, las sillas lo rodeaban, lo
tenían preso, como el joven Pedro se iba a sentir si se dedicaba a la vida en
el campo. En cambio, cuando el futuro padre Claver le dijo a su padre por qué
quería evangelizar, las sillas ya no eran ventana, ya no encerraban nada, se
abrían, simbolizando que una vida dedicada a Dios, era una vida llena de
aventuras, de muchas posibilidades, al menos para el joven Claver.
La obvia, pero no por eso
gran desventaja de analizar un cuento sobre una obra de teatro (a menos que
seas del elenco o puedas ir a los ensayos), es que con el primero te devuelves
las veces que quieras, lees y re lees hasta que entiendes. Con la obra, hay que
ir al teatro muchas veces, o filmar el espectáculo si se quiere analizar más.
Así, no recuerdo bien, no filmé la obra y la he visto una vez, pero como en el
cuento del Billete de mil, tuve una experiencia estética, un viaje. Unas
sillas, aparentemente inocentes, gritaban, a todo pulmón, repetían, lo que
también decían los actores.