lunes, 11 de julio de 2016

"La voz del silencio" por nuestro espectador Favio Chalco

Por Favio Chalco

Almorzaba. La cuchara se me cayó y aunque estaba en un restaurante, no pude evitar gritar: jueputa qué cuento tan bueno.

Lo había leído unas horas antes. Me gustó. Al parecer nada del otro mundo: un viejo recién jubilado se sube a un tren, lucha por un asiento y cuando lo consigue ve un billete de mil. Sucede en Argentina. Acá sería como ver un papel como moradito con la cara de Jorge Isaacs. Así pues, reclama el tesoro ocultándolo con el pie. El viaje se sucede y el viejo empieza a creer que los pasajeros más cercanos, un niño, un joven y uno más viejo que él, se dieron cuenta de su “hallazgo” Llega su estación y ante las miradas atentas no se baja, pues no puede llevarse su tesoro. Piensa, más o menos, que si es necesario se irá hasta el mismísimo infierno.

A simple vista, un cuento normal. Nada para que se te caiga la cuchara ni mucho menos para que comiences a decir madrazos y a hablar solo en mitad de un restaurante. Pero algo más pasó, la teoría del iceberg emergió majestuosa y ciertos detalles que desperdigó en el lugar exacto el autor, se unieron en mi cabeza, como un puzzle, para descubrir la otra historia, la que está oculta bajo los silencios y las aparentes nimiedades.

Esa vez aprendí que en el arte, nada está por azar. Todo busca causar un efecto, así actúe en el inconsciente. El cuento se llama Billete de mil y el escritor es Guillermo Martínez. Y para no hacer tanto spoiler y que se animen a devorarlo, les dejo este otro trozo: el viejo y sus compañeros de viaje están emparentados estrechamente, de una forma no esperada. Y el tren, tal vez no sea un tren. Y lo mejor de todo, no te lo cuentan directamente nunca, lo descubres tú. O bueno, si no estás atento, no lo descubres.

También desde esa vez, cada que abro un libro, voy a teatro, o veo una peli, intento levantar la cortina, ver qué hay más allá. Qué cosas los creadores pusieron para descubrir.

Algo así me sucedió en Claver. La obra que se presentó en la sala de teatro Univalle. En ella, se resume la vida de Pedro Claver, sacerdote Jesuita, que a su manera, luchó por los derechos de los esclavos negros en Cartagena de indias.


Para Pedro Claver eran dos los caminos que con más fuerza se dibujaban en su vida: el de clérigo o el de un próspero campesino. Sí, lo dice Pedro en los soliloquios. Sí, lo dice el ángel y también las sexys tentaciones. Sí, el padre de Pedro está a punto de darle correa porque Pedro quiere ser cura y no un hacendado. Pero todo esto se dice directamente. Está ahí, para ser leído inmediatamente. (No por ello deja de ser genial la actuación.) En cambio lo que dicen unas sillas, aparentemente nada más que decorado, lo que gritan, es lo mismo, pero sutilmente, como un susurro constante.

Cuando salí de la obra me preguntaron cuál había sido mi personaje favorito. No lo dudé y dije: las sillas. Todos rieron. Pero me defendí: claro, no es un personaje, pero hablaban de lo lindo. Fueron barco, jaula y pasarela para los esclavos, edificio para los traficantes de negros, pozo donde cayó un niño y ventana desde donde se veían los anchos campos de Verdú y no recuerdo qué tanto más.

Unas sillas. Puestas de distinta forma y sobre las tablas ya no eran sillas. Cuando fueron ventana fue la parte que más me gustó: allí convergían las dudas existenciales de Pedro Claver. Tal vez, fue azar, espero que no. O quizá quiero ver alusiones en todas partes y hago analogías en donde no las hay. Pero en ese momento, mientras el padre de Pedro Claver, le decía a su hijo que si se dedicaba a la vida en el campo sería un hombre rico, respetable y  más, el viejo hablaba desde la ventana, las sillas lo rodeaban, lo tenían preso, como el joven Pedro se iba a sentir si se dedicaba a la vida en el campo. En cambio, cuando el futuro padre Claver le dijo a su padre por qué quería evangelizar, las sillas ya no eran ventana, ya no encerraban nada, se abrían, simbolizando que una vida dedicada a Dios, era una vida llena de aventuras, de muchas posibilidades, al menos para el joven Claver.


La obvia, pero no por eso gran desventaja de analizar un cuento sobre una obra de teatro (a menos que seas del elenco o puedas ir a los ensayos), es que con el primero te devuelves las veces que quieras, lees y re lees hasta que entiendes. Con la obra, hay que ir al teatro muchas veces, o filmar el espectáculo si se quiere analizar más. Así, no recuerdo bien, no filmé la obra y la he visto una vez, pero como en el cuento del Billete de mil, tuve una experiencia estética, un viaje. Unas sillas, aparentemente inocentes, gritaban, a todo pulmón, repetían, lo que también decían los actores.

miércoles, 6 de julio de 2016

Impresiones sobre "La estupidez" del Espectador Edward Valencia

Repito lo que el título ya dice: no pretendo un intento de crítica teatral; no soy tan buen espectador. Pretendo, eso sí, dar cuenta de la experiencia que tuve el viernes 1 de julio, desde mi posición de anónimo espectador de teatro. La obra me cautivó: en toda la función no tuve accesos repentinos de sueño, como sí los tuve en las demás obras de las cuales he escrito (repito mi condición de espectador haragán). La obra no tenía lugar para las pausas ni para los silencios, porque incluso cuando los personajes hacían llamadas telefónicas no tenían que esperar ni un segundo para que les contestaran. De manera que la obra tenía un ritmo de avalancha de nieve; tuve la impresión de que este venía ya indicado en el texto por el mismo autor, Rafael Spregelburd, pues la obra parecía imposible a un ritmo menor.

Por su incontinencia y su velocidad, la obra camufló su trama, y corroboré que otros varios espectadores tampoco pudieron descubrirla con claridad. Me pareció que dos o tres actores actuaban muy externamente, y lo digo porque en ocasiones sentía que querían embaucarme con emociones que a todas luces ellos no habían trabajado en su interior: una actriz de narizr espingada lloraba como lloran en las malas telenovelas; la primera actriz cuyo personaje aparecía borracho en escena fingía torpemente un estado de embriaguez que causaba risas por su condición estereotípica; el extravagante agente secreto endulzaba muchas frases sin ninguna otra aparente razón que endulzarlas; a veces algunos actores jugaban a asomarse a la ventana y realizaban la acción de correr la cortina sin de verdad correrla, y pretendían que creyéramos que se estaban asomando cuando de hecho tenían la cortina sobre la cara.

 

Creo que en varias ocasiones el ritmo apresurado no les dio tiempo para vivir la verdad escénica. Stanislavski abogó por la pausa, por el silencio, en aras de una verdadera vivencia escénica para el actor; La estupidez no tiene pausas, e ignoro si de veras esto tiene alguna relación con la tendencia a actuar externamente, cayendo por lo tanto en algunos clichés, pero como espectador así lo asocié. Sin embargo, fueron muchos más los momentos escénicos que no me parecieron solamente un trabajo externo, un falseamiento. Creo conocer por qué la obra me atrapó desde el comienzo y no me soltó hasta el final: los actores hablaron muy bien; proyectaron la voz, creyeron en lo que decían, hablaban y uno también les creía. El actor que interpretó al Oficial Wilcox me pareció el más profesional, pues tenía tres papeles, y estos tres papeles estaban tan bien diferenciados y bien interpretados que parecían tres actores diferentes.

De verdad salí tan feliz cuando se terminó la obra, que no me preocupó no haber comprendido por completo la trama. Le pregunté a un amigo si le había gustado y me contestó que tenía que pensar qué le dejaba la obra; yo no pensé así y no sé si está mal. Hay obras que están hechas para que el espectador las viva en el momento y con los actores y después, dichoso, las olvide, pues la dicha no perdura tanto como el dolor; una prueba de este olvido feliz es esta impresión que con torpeza intenté escribir.

Edward Johan Valencia Torres
Domingo 4 de julio de 2016

lunes, 4 de julio de 2016

"La estupidez" regresa a la Temporada de Teatro Univalle

Comunicado de prensa


Con la obra “La estupidez” del dramaturgo argentino Rafael Spregelburd y bajo la dirección de Juan Carlos Osorio, presentamos en   la Temporada de Teatro Univalle, este viernes 1 y sábado 2 de julio.

      La estupidez” es una obra polifónica conformada por veintitrés personajes que se entrecruzan en cinco historias simultáneas; la trama transcurre en hoteles de carretera a las afueras de Las Vegas. Por la escena desfilan personajes como dos estafadores que deben vender un cuadro robado antes de que termine de borrarse por completo; policías motorizados que viven una intensa historia de robos y excesos; un grupo de apostadores que intenta enriquecerse empleando un método matemático para ganar en la ruleta; una familia que guarda la temible ecuación Lorenz de contenido apocalíptico; y finalmente, un actor fracasado en busca de oportunidades y su hermana invalida, testigo silenciosa de la estupidez humana.

      Rafael Spregelburd es un dramaturgo reconocido por interrelacionar en sus obras el trabajo de investigación y de intersección de diferentes géneros, estructuras semióticas de textos, disciplinas y conocimientos no teatrales. Juan Carlos Osorio, es un director que ha llevado a escena obras como “Secreto a voces” de Toti Vollmer, “Encuentro en el parque peligroso” de Rodolfo Santana y “Griots, Cuentos de África” adaptación de cuentos recopilados por Nelson Mandela. Con escenografía de Robinson Achinte, vestuario de Katherine Rivas, y música de Juan David Gómez, once actores de último semestre interpretan vertiginosamente los veintitrés personajes.