Repito lo que el título ya dice: no pretendo un intento de crítica teatral; no soy tan buen espectador. Pretendo, eso sí, dar cuenta de la experiencia que tuve el viernes 1 de julio, desde mi posición de anónimo espectador de teatro. La obra me cautivó: en toda la función no tuve accesos repentinos de sueño, como sí los tuve en las demás obras de las cuales he escrito (repito mi condición de espectador haragán). La obra no tenía lugar para las pausas ni para los silencios, porque incluso cuando los personajes hacían llamadas telefónicas no tenían que esperar ni un segundo para que les contestaran. De manera que la obra tenía un ritmo de avalancha de nieve; tuve la impresión de que este venía ya indicado en el texto por el mismo autor, Rafael Spregelburd, pues la obra parecía imposible a un ritmo menor.
Por su incontinencia y su velocidad, la obra camufló su trama, y corroboré que otros varios espectadores tampoco pudieron descubrirla con claridad. Me pareció que dos o tres actores actuaban muy externamente, y lo digo porque en ocasiones sentía que querían embaucarme con emociones que a todas luces ellos no habían trabajado en su interior: una actriz de narizr espingada lloraba como lloran en las malas telenovelas; la primera actriz cuyo personaje aparecía borracho en escena fingía torpemente un estado de embriaguez que causaba risas por su condición estereotípica; el extravagante agente secreto endulzaba muchas frases sin ninguna otra aparente razón que endulzarlas; a veces algunos actores jugaban a asomarse a la ventana y realizaban la acción de correr la cortina sin de verdad correrla, y pretendían que creyéramos que se estaban asomando cuando de hecho tenían la cortina sobre la cara.
Creo que en varias ocasiones el ritmo apresurado no les dio tiempo para vivir la verdad escénica. Stanislavski abogó por la pausa, por el silencio, en aras de una verdadera vivencia escénica para el actor; La estupidez no tiene pausas, e ignoro si de veras esto tiene alguna relación con la tendencia a actuar externamente, cayendo por lo tanto en algunos clichés, pero como espectador así lo asocié. Sin embargo, fueron muchos más los momentos escénicos que no me parecieron solamente un trabajo externo, un falseamiento. Creo conocer por qué la obra me atrapó desde el comienzo y no me soltó hasta el final: los actores hablaron muy bien; proyectaron la voz, creyeron en lo que decían, hablaban y uno también les creía. El actor que interpretó al Oficial Wilcox me pareció el más profesional, pues tenía tres papeles, y estos tres papeles estaban tan bien diferenciados y bien interpretados que parecían tres actores diferentes.
De verdad salí tan feliz cuando se terminó la obra, que no me preocupó no haber comprendido por completo la trama. Le pregunté a un amigo si le había gustado y me contestó que tenía que pensar qué le dejaba la obra; yo no pensé así y no sé si está mal. Hay obras que están hechas para que el espectador las viva en el momento y con los actores y después, dichoso, las olvide, pues la dicha no perdura tanto como el dolor; una prueba de este olvido feliz es esta impresión que con torpeza intenté escribir.
Edward Johan Valencia Torres
Domingo 4 de julio de 2016
Una obra que nos obliga a correr para que resulte posible. La Estupidez no es sólo de los personajes o de las situaciones de la obra. La estupidez es la que vemos sin ver y vivimos sin vivir, es lo básico de lo complejo y quizá lo complejo de lo básico.
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