Vi Claver,
el santo de los esclavos
el viernes 27 de mayo, con bastante expectativa de conocer por
primera vez una obra de teatro que trabajara el efecto de
distanciamiento. Pero una vez adentro se me olvidó que estaba viendo
una obra de teatro y seguí con asombro, episodio a episodio, la
historia del sacerdote Pedro Claver, escrita por el dramaturgo y
también historiador Oswaldo Díaz Díaz.
Omnipresente en el
desarrollo de la obra, estaba la mano imaginativa del director Julián
Gómez. Y quiero destacar este aspecto de la imaginación del
director, quien con tanta lucidez decidió no inundar el escenario de
rigurosas geografías y arquitecturas, sino que en cambio optó por
construir todas las escenografías con la mínima cantidad de seis
bancas de madera, iguales todas. Tal vez fue esta escenografía
minimalista lo que más me involucró en la obra. La imaginación
recalaba, nueva y potente, en cada episodio de la vida del sacerdote
Claver: las seis bancas hacían de proa de barco, de camarotes donde
se hacinaban los esclavos, de balcón para el padre del niño Claver,
de lecho de muerte para el anciano Claver, de madero final para la
simbólica crucifixión del santo Claver, y de otras tantas cosas de
las que ya no me convenzo, porque hay que estar viendo las seis
bancas en el escenario para poder creer que pueden evocarlo todo.
Otra de las razones
por las cuales no me distancié casi en ningún momento de la obra
durante mi experiencia personal fue que, a pesar de que todos los
actores en algún momento representaron un esclavo en escena, ninguno
de ellos era negro. Precisamente este gran detalle despertó el
germen de mi imaginación, por lo cual me involucré como un
espectador activo, hasta el punto de creer que los actores tenían la
piel negra como descendientes de africanos. Hay otro factor que jugó
en contra del efecto de distanciamiento, y fue que el director no
contaba con que en el auditorio de enseguida empezaran a tocar música
del pacífico un momento después de que los esclavos de la obra
hubieran sido echados del escenario por Claver, precisamente por
estar bailando y tocando sus ritmos africanos. De manera que pareció
que los esclavos se hubieran ido a celebrar sus fiestas ancestrales
tras bambalinas, mientras una mujer vestida de negro, representación
de fuerzas oscuras, trataba de convencer a Claver para que dejara de
ayudar a aquellos herejes.
A pesar de estas
tres magias de la escena que jugaron en contra del planeado efecto de
distanciamiento (las seis bancas de madera que servían para todo,
los esclavos africanos de piel blanca y la música del auditorio
vecino que reforzaba el sentido de la obra), hubo unos cuantos
momentos de extrañamiento, pero más circunstanciales que
planificados. El momento en que, por ejemplo, el padre de Claver le
ofreció la mano a su esposa embarazada y cuando esta fue a dársela
él continuó con su acción de asomarse a la ventana como si una
embarazada no estuviera de verdad junto a él; cuando la baranda del
barco imaginario se cayó al piso y quedó en escena la ridícula
imagen de un grupo de personas de pie sobre unas bancas organizadas
en pirámide; cuando al final Claver ascendió a los cielos y al dar
una vuelta, en su subida, se le vieron las nalgas de mujer tras la
sotana.
Consigno el único
momento en que sentí de verdad una distancia grande de la obra:
cuando Claver rezó por el niño que había caído por el pozo y lo
hizo con tan poca fe y tan mal sentido de la oración. El aplauso
unánime y final del público, como siempre lo logran los aplausos,
anuló los pequeños traspiés y convirtió a la obra en un símbolo,
en un buen o mal recuerdo, en una experiencia más. Quienes
seguramente no olvidarán los desaciertos, y esto está muy bien para
el arte, son los actores y el director.
Edward
Jhoan Valencia Torres
Domingo
29 de mayo de 2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario