jueves, 16 de junio de 2016

Impresiones sobre "Claver" del espectador Edward Jhoan Valencia.


Vi Claver, el santo de los esclavos el viernes 27 de mayo, con bastante expectativa de conocer por primera vez una obra de teatro que trabajara el efecto de distanciamiento. Pero una vez adentro se me olvidó que estaba viendo una obra de teatro y seguí con asombro, episodio a episodio, la historia del sacerdote Pedro Claver, escrita por el dramaturgo y también historiador Oswaldo Díaz Díaz.

Omnipresente en el desarrollo de la obra, estaba la mano imaginativa del director Julián Gómez. Y quiero destacar este aspecto de la imaginación del director, quien con tanta lucidez decidió no inundar el escenario de rigurosas geografías y arquitecturas, sino que en cambio optó por construir todas las escenografías con la mínima cantidad de seis bancas de madera, iguales todas. Tal vez fue esta escenografía minimalista lo que más me involucró en la obra. La imaginación recalaba, nueva y potente, en cada episodio de la vida del sacerdote Claver: las seis bancas hacían de proa de barco, de camarotes donde se hacinaban los esclavos, de balcón para el padre del niño Claver, de lecho de muerte para el anciano Claver, de madero final para la simbólica crucifixión del santo Claver, y de otras tantas cosas de las que ya no me convenzo, porque hay que estar viendo las seis bancas en el escenario para poder creer que pueden evocarlo todo.

Otra de las razones por las cuales no me distancié casi en ningún momento de la obra durante mi experiencia personal fue que, a pesar de que todos los actores en algún momento representaron un esclavo en escena, ninguno de ellos era negro. Precisamente este gran detalle despertó el germen de mi imaginación, por lo cual me involucré como un espectador activo, hasta el punto de creer que los actores tenían la piel negra como descendientes de africanos. Hay otro factor que jugó en contra del efecto de distanciamiento, y fue que el director no contaba con que en el auditorio de enseguida empezaran a tocar música del pacífico un momento después de que los esclavos de la obra hubieran sido echados del escenario por Claver, precisamente por estar bailando y tocando sus ritmos africanos. De manera que pareció que los esclavos se hubieran ido a celebrar sus fiestas ancestrales tras bambalinas, mientras una mujer vestida de negro, representación de fuerzas oscuras, trataba de convencer a Claver para que dejara de ayudar a aquellos herejes.

A pesar de estas tres magias de la escena que jugaron en contra del planeado efecto de distanciamiento (las seis bancas de madera que servían para todo, los esclavos africanos de piel blanca y la música del auditorio vecino que reforzaba el sentido de la obra), hubo unos cuantos momentos de extrañamiento, pero más circunstanciales que planificados. El momento en que, por ejemplo, el padre de Claver le ofreció la mano a su esposa embarazada y cuando esta fue a dársela él continuó con su acción de asomarse a la ventana como si una embarazada no estuviera de verdad junto a él; cuando la baranda del barco imaginario se cayó al piso y quedó en escena la ridícula imagen de un grupo de personas de pie sobre unas bancas organizadas en pirámide; cuando al final Claver ascendió a los cielos y al dar una vuelta, en su subida, se le vieron las nalgas de mujer tras la sotana.

Consigno el único momento en que sentí de verdad una distancia grande de la obra: cuando Claver rezó por el niño que había caído por el pozo y lo hizo con tan poca fe y tan mal sentido de la oración. El aplauso unánime y final del público, como siempre lo logran los aplausos, anuló los pequeños traspiés y convirtió a la obra en un símbolo, en un buen o mal recuerdo, en una experiencia más. Quienes seguramente no olvidarán los desaciertos, y esto está muy bien para el arte, son los actores y el director.

Edward Jhoan Valencia Torres

Domingo 29 de mayo de 2016

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