jueves, 16 de junio de 2016

Impresiones sobre "Incendios" del espectador Edward Jhoan Valencia


Conseguí un mal puesto, de manera que mi experiencia personal con la obra estuvo condicionada por la perspectiva que me correspondió. Asistí al estreno de Incendios, el viernes 10 de junio, con la admonición nada cautivante de la profesora Ma Zhenghong, cuando al terminar un conversatorio el jueves en la noche dijo que la obra duraba tres horas. Pero valió la pena, porque no solamente asistí y vi la obra, sino que la disfruté. Por el programa de mano, supe que la obra trataba el tema de la Guerra del Líbano; y desde que aparecieron en escena los primeros personajes también lo hizo de alguna manera el tema de la guerra, pues se escuchaba de fondo un estruendo citadino que evocaba de algún modo un multitudinario desorden de guerra.

Uno podía entender mejor la historia de Nawal Marwan gracias a los títulos que aparecían proyectados sobre una cortina blanca en el fondo del escenario. El infortunio mío, y por supuesto de los otros espectadores que tuvieron la mala suerte de conseguir puestos en los laterales, fue que no alcanzaba a ver los títulos que iban apareciendo en el fondo, y de los cuales me di cuenta gracias a una amiga mejor ubicada que me los iba leyendo. Como no pude terminar de leer el programa de mano, pues la obra empezó muy puntual a las seis de la tarde, no sabía de antemano que la estructura de la obra era edípica. Así que desde el comienzo estuve a la espera del momento feliz en que los hijos de Nawal encontraran a su padre. La revelación de que el padre de Julia y Simón era al mismo tiempo su hermano mayor, me resultó única y contundente, y en ningún momento percibí su anunciación paulatina, si es que la hubo.

El puesto que me deparó el azar frente al escenario servía también para ver otra obra secreta y sin trama. Desde el lateral derecho, pude ver el desarrollo de otra obra de teatro de sombras en el lateral izquierdo del escenario, precisamente en la pared de ladrillos rojos que no quedaba oculta a pesar de tantas cortinas. No la entendí, pues era más cautivante y fatal Incendios, pero algunas cosas vi: un hombre sentado en un muro, que se bajaba y se subía cada tanto; una mujer que parecía bajar unas escaleras; un hombre con un sombrero de pescador.



Me parece que lo que mejor se anunció desde el comienzo en la obra fue la guerra. Siempre había un desordenado ruido de fondo y, cuando no, sonaba una música desoladora y triste. Cuando Nawal discutía con su amiga y entraban en escena ráfagas de harina o de polvo, y cuando el conserje, que compartía con el Simón Marwan de los primeros dos actos el actor que lo representaba, pasaba su trapeador en escena, de alguna manera se estaba preparando una escenario demolido por la guerra, un escenario que se había ensuciado y luego se había intentado limpiar, un escenario para la revelación final de la estructura edípica en la obra. La mano del director supo planear muy bien, desde el comienzo hasta la apoteosis, este gran poema actuado.

Aquella mano omnipresente supo también elegir con perfección a la actriz que pronunciaba en voz alta las cartas que los hijos de Nawal leían silenciosamente. Una voz que no se equivocó, ni malogró la poesía de los textos de Wajdi Mouawad, el escritor de la obra, ni le permitió al público aburrirse con sus monólogos. Otros dos o tres actores compartían esta potencia natural en la voz. Los demás, a pesar de las palabras, frases, gestos e intenciones que ocasionalmente se les salían de control y que nos recordaban a los que estábamos en el público que lo que veíamos no era la vida real sino un artificio teatral, no pervirtieron la poesía de Wajdi.

La venia no fue menos cautivante: ninguno de los actores se alegró o de desarmó en una sonrisa de suficiencia; todos se cogieron de las manos, atendieron los aplausos del público y desaparecieron tras bambalinas sin descubrirnos —¡qué fatal desenlace habría sido!— su condición de actores, su condición de nadie.

Edward Jhoan Valencia Torres

Domingo 12 de junio de 2016

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