Conseguí un mal
puesto, de manera que mi experiencia personal con la obra estuvo
condicionada por la perspectiva que me correspondió. Asistí al
estreno de Incendios,
el viernes 10 de junio, con la admonición nada cautivante de la
profesora Ma Zhenghong, cuando al terminar un conversatorio el jueves
en la noche dijo que la obra duraba tres horas. Pero valió la pena,
porque no solamente asistí y vi la obra, sino que la disfruté. Por
el programa de mano, supe que la obra trataba el tema de la Guerra
del Líbano; y desde que aparecieron en escena los primeros
personajes también lo hizo de alguna manera el tema de la guerra,
pues se escuchaba de fondo un estruendo citadino que evocaba de algún
modo un multitudinario desorden de guerra.
Uno podía entender
mejor la historia de Nawal Marwan gracias a los títulos que
aparecían proyectados sobre una cortina blanca en el fondo del
escenario. El infortunio mío, y por supuesto de los otros
espectadores que tuvieron la mala suerte de conseguir puestos en los
laterales, fue que no alcanzaba a ver los títulos que iban
apareciendo en el fondo, y de los cuales me di cuenta gracias a una
amiga mejor ubicada que me los iba leyendo. Como no pude terminar de
leer el programa de mano, pues la obra empezó muy puntual a las seis
de la tarde, no sabía de antemano que la estructura de la obra era
edípica. Así que desde el comienzo estuve a la espera del momento
feliz en que los hijos de Nawal encontraran a su padre. La revelación
de que el padre de Julia y Simón era al mismo tiempo su hermano
mayor, me resultó única y contundente, y en ningún momento percibí
su anunciación paulatina, si es que la hubo.
El puesto que me
deparó el azar frente al escenario servía también para ver otra
obra secreta y sin trama. Desde el lateral derecho, pude ver el
desarrollo de otra obra de teatro de sombras en el lateral izquierdo
del escenario, precisamente en la pared de ladrillos rojos que no
quedaba oculta a pesar de tantas cortinas. No la entendí, pues era
más cautivante y fatal Incendios,
pero algunas cosas vi: un hombre sentado en un muro, que se bajaba y
se subía cada tanto; una mujer que parecía bajar unas escaleras; un
hombre con un sombrero de pescador.
Me parece que lo que
mejor se anunció desde el comienzo en la obra fue la guerra. Siempre
había un desordenado ruido de fondo y, cuando no, sonaba una música
desoladora y triste. Cuando Nawal discutía con su amiga y entraban
en escena ráfagas de harina o de polvo, y cuando el conserje, que
compartía con el Simón Marwan de los primeros dos actos el actor
que lo representaba, pasaba su trapeador en escena, de alguna manera
se estaba preparando una escenario demolido por la guerra, un
escenario que se había ensuciado y luego se había intentado
limpiar, un escenario para la revelación final de la estructura
edípica en la obra. La mano del director supo planear muy bien,
desde el comienzo hasta la apoteosis, este gran poema actuado.
Aquella mano
omnipresente supo también elegir con perfección a la actriz que
pronunciaba en voz alta las cartas que los hijos de Nawal leían
silenciosamente. Una voz que no se equivocó, ni malogró la poesía
de los textos de Wajdi Mouawad, el escritor de la obra, ni le
permitió al público aburrirse con sus monólogos. Otros dos o tres
actores compartían esta potencia natural en la voz. Los demás, a
pesar de las palabras, frases, gestos e intenciones que
ocasionalmente se les salían de control y que nos recordaban a los
que estábamos en el público que lo que veíamos no era la vida real
sino un artificio teatral, no pervirtieron la poesía de Wajdi.
La venia no fue
menos cautivante: ninguno de los actores se alegró o de desarmó en
una sonrisa de suficiencia; todos se cogieron de las manos,
atendieron los aplausos del público y desaparecieron tras bambalinas
sin descubrirnos —¡qué fatal desenlace habría sido!— su
condición de actores, su condición de nadie.
Edward
Jhoan Valencia Torres
Domingo
12 de junio de 2016
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